Es sorprendente los amores y desamores que te vas encontrando en la calle conforme vas conociendo a las personas.
María y Juan son madre e hijo que viven en la calle.
No podrían vivir el uno sin el otro.
María es la madre de cuatro hijos,
todos con discapacidades mentales, ella… también.
Sólo quiere tener con ella a Juan.
– No, no creo en Dios.
Era Juan. Un joven de 33 años.
– Es un ateo. No le hagáis caso…
Su madre, María, le recriminaba su falta de fe. Ella sí tenía. Nos enseñó un Cristo crucificado de por lo menos diez centímetros de alto, que llevaba colgado al cuello con una cuerda. Lo besuqueaba obscena y ardientemente.
– ¿Cómo no vas a creer?
Y de su pecho sacaba un tríptico de hojalata con una foto de Nuestra Señora de la Merced pegada en el centro. Nos contó su milagro. El milagro que, hace años, hizo para ella.
– ¿Cómo no vas a creer? Está loco!
Juan ciertamente no está muy cuerdo. Ella tampoco: está peor.
– Dios no nos ayuda, seguía Juan con su razonamiento aplastante.
– ¿Dónde está? ¿Para qué sirve Dios?
María se desesperaba explicando la bondad del Cielo y lo perversamente malo que era el Infierno…
– ¡Para los malos!…
Juan y María son hijo y madre que están en la calle, viven en la calle y mal-duermen en la calle. María y Juan son enfermos mentales. Sus hermanos (dos chicos y una chica) también, pero ellos están en St Boi.
– Ahí están bien.
Juan, además, puede que sea “bórdela in”.
Madre e hijo llevan su casa a cuestas. Metida toda ella en dos carros de supermercado. (Ayer les robaron uno mientras dormían). Hoy están aquí. Dormirán en otro lugar. Mañana… Dios sabe dónde estarán mañana…
– Pero y Dios, ¿dónde está?, se pregunta Juan.
Hace poco a Juan le atropelló un coche y estuvo en la UCI, luchando entre la vida y la muerte. Pero se escapó de la muerte. Y del hospital, también. Sin alta médica.
– Quería estar con mi madre, nos decía.
– ¡Juan es todo lo que tengo! , nos grita María, inventando sollozos.
– Con mi paga “no contributiva” ya pasamos los dos. Pero no desprecia la paga de Juan.
– Se la gasta toda en tabaco y en Coca Cola, nos quiere convencer María.
– Si Dios existiese, no permitiría que estuviésemos así, sigue argumentando Juan.
Y seguramente que, porque Dios no les hace caso, una vez al mes juegan a la Bonoloto y, si les toca, ya tienen sus sueños creados:
– Una casa que tenga mucho campo para que pueda correr a sus anchas Felicitat.
Su pequeña y gruñona perra que ladra siempre que nos ve, hasta que se cansa.
– Anda, Juan, enséñales a estos señores cómo te has recuperado.
Y Juan, obediente, baja y sube las escaleras del parque. De vez en cuando nos mira para comprobar que le observamos.
– Juan está muy bien, nos dice María.
Realmente parece un milagro que Juan, después de todo lo que ha pasado, ahora pueda andar y lo haga ya sin muletas, cuando apenas hace un mes que se fue del hospital.
– ¿Me habéis visto? Estoy muy bien. Hago ejercicio y mi madre me da bien de comer.
Si Dios no le ayuda, tendrá que hacerlo él.
– Así, juntos, estamos bien.
– Dios está para premiar a los buenos y castigar a los malos, María no baja la guardia, aunque ya ni intenta convencer a su hijo.
Yo, mientras tanto, escucho. No sé qué hacer, ni qué decir. Por no saber, no sé si voy a poderles ayudar a salir de la calle.
– Hay gente buena, que nos ayuda. Nos dan comida y mantas. Algunos hasta nos dan dinero, pero éstos son los menos.
En una ocasión alguien religioso y lleno de buena fe, me decía: “Enrique, es necesario que los pobres existan para que podamos hacer misericordia”. Me temo que él no querría ser el pobre digno de misericordia.
No, Juan no cree en Dios. Y yo no soy nadie para decirle que Dios le quiere, pues, con toda razón, me dirá: “Pues a ver si me quiere un poquito menos”.
Yo mejor callo y escucho y observo.
– Dios no me va a ayudar, si no me ayudo yo.
¡Ni nadie te va a ayudar, Juan, si no lo haces tú!
Es difícil hablar de Dios, ni siquiera del de Jesús, cuando el otro no tiene nada.
Es difícil consolar, cuando hay poco consuelo.
Juan utiliza a Dios como moneda de cambio. Nosotros también: Dios es el Dios de los más pobres. Y, con esto, los pobres, tienen el Cielo asegurado…, sus almas. Y nosotros, los que no somos tan pobres, si les ayudamos y les damos misericordia, a los más pobres…, nos salvamos…, las almas. Y ya está. Es sencillo. Pero no me cuadra. Aunque justifica y da cancha para seguir en el poder. Un poder que, vuelven a decirnos, proviene de Dios.
Me revelo contra esta idea de Dios manipuladora y alienante. Que en vez de justicia, vende misericordia. En vez de derechos, regala beneficencia.
Juan no cree en Dios. Yo tampoco. Al menos en el que presenta la Iglesia Institución.
Frente a la impotencia de un Dios que no puede, ni quiere hacer nada, está la injusta desigualdad que permitimos y creamos los hombres.
Frente a nuestras grandes iglesias que se llenan de incienso y humos de un Dios inaccesible, a la salida de estas mismas iglesias está la denuncia hecha carne de nuestra propia mediocridad y cinismo.
Frente a las promesas de primeros lugares en el Cielo, nuestras iglesias reservan los primeros bancos a las autoridades y el poder.
Si el que no tiene nada es el bienaventurado de Dios, cualquiera pensaría que nuestros representantes no desean ser ellos los bienaventurados.
Si nuestras iglesias predican el Dios de los pobres, cualquiera diría que lo Sagrado está en sus escaleras.
No, no me cuadra este Dios. A Juan tampoco.
Es desde el agnosticismo de algunas personas que están comprometidas con gente como Juan y María, que he aprendido muchas cosas. Posiblemente una de las más importantes es que ni Juan ni María quieren nuestra misericordia, lo que exigen es dignidad.
Y esto me cuadra.
Trabajar por el Reino que Dios quiere no es exclusivo de los creyentes. Ni siquiera deberían ser “religiosas” las razones para hacerlo. Porque lo que Dios quiere es justicia e igualdad. Y en este barco estamos, sin excepción, todos los hombres que creemos en la dignidad y en los derechos de todo ser humano.
¿Por qué, entonces, no medir el “pulsómetro” del Reino en función de cómo se cumple la justicia en el mundo, en vez de fijarnos tanto en las creencias?
¿Por qué es más importante el escribir en papeles nuestro supuesto origen cristiano, que el matar sin razón con guerras preventivas?
¿Por qué es más importante ir a misa, que hacer eucaristía, aunque no haya cura, ni siquiera creyentes?
Juan no cree en ese Dios. Ni yo tampoco.
Quiero a Juan y me duele la injusticia de que, María y tantos otros, vivan y mal-duerman en las calles.
Y buscaremos culpables….
“¿Rabí, quién pecó para que naciese ciego, él o sus padres?
Jesús le respondió: No ha sido por ningún pecado”
Pero ellos seguirán sufriendo nuestras propias contradicciones y egoísmos.
Y nosotros seguiremos justificando la injusticia:
“Algo habrá hecho para estar así”
Juan, entre tanto, seguirá sin creer en Dios. Al fin y al cabo es Juan quien sufre la injusticia en sus propias carnes. Ni Dios ni nadie se lo va a solucionar.
Y el caso es que yo sí creo que Dios le quiere.
Porque mi Dios no está tranquilo en la desigualdad.
Contra todo pronóstico y aunque lo desmienta el actuar de algunos de nuestros representantes eclesiales, mi Dios, el de Jesús, apuesta por un mundo en donde el poderoso no es el más querido, ni el más alagado.
Mi Dios, el de Jesús, apuesta por un mundo en donde la esperanza supera al desaliento y donde la vida gana a la muerte.
Y esta es nuestra faena. La mía y la de todos los hombres que creen en la persona y en su dignidad.
Pero esto no se lo puedo decir a Juan. Se quedará en mi secreto.
Y en mi secreto quedará también la experiencia de Jesús y Lázaro en el sepulcro.
Y como entonces, esperaré y lucharé y desearé porque llegue el momento en que Juan y María y tantos otros, quieran -o puedan- salir de la tumba de la desesperanza.
Y, si no, ahí seguiremos… “HASTA QUE EL CUERPO AGUANTE”.