– Manel debe de estar en algún hospital. Alguien le vió inconsciente tirado en el suelo y llamó a una ambulancia que se lo llevó.
Quien nos daba la noticia era Cristóbal, compañero de Manel que, como él, lleva en la calle ni se sabe de tiempo.
– Lo mismo ya ni le encontráis. Estaba muy enfermo.
Y es verdad. Hacía dos semanas que le habíamos visto por última vez:
– Manel, te acompañamos al médico…
– No, al médico no; pero esta tarde me llegaré por Riereta para ducharme y cambiarme de ropa. Estoy muy sucio.
No vino. Le esperamos, pero no vino.
Lo hablamos con Miquel y se buscó en los hospitales.
Estaba en el del Mar. Muy mal. Nadie esperaba que de ésta saliese.
Puri y yo fuimos a verle.
Llegamos tarde: Manel había muerto y se lo habían llevado al tanatorio. Tenía capilla.
Sus hermanos y sobrinos, desde que lo supieron, le habían acompañado en el hospital día y noche: Nos alegramos por Manel.
No había muerto solo. Al menos la soledad de la calle no le había acompañado en la muerte.
En el tanatorio conocimos a sus hermanos.
– Estoy con la conciencia tranquila -intentaba excusarse el mayor-. Nosotros le seguíamos, siempre sabíamos en dónde estaba. Queríamos que se viniese con nosotros, pero era él quien no quería.
– Lo sabemos, Antonio. Sabemos que su deseo de calle estaba por encima de cualquier otra cosa.
– Él era un buen trabajador, el mejor en su especialidad… Hasta que le sucedió “aquello”… Algo se le giró en su cabeza.
Vino a vivir con mis padres.
Luego empezó a beber, a dejar el trabajo, a dejar a sus hijos, a dejar a sus padres, a dejar la casa… y marchó a la calle…
Mi madre, mientras vivió, cada vez que nos veía nos pedía, ¡nos exigía!, que le buscáramos. Quería saber de él, dónde estaba, cómo estaba, si necesitaba alguna cosa…
Luego mi madre murió y nosotros seguimos viéndole. Nada le hizo cambiar de opinión.
Pero Manel era bueno y, aunque muy callado, siempre tenía una sonrisa para dar.
Nos despedimos con un fuerte apretón de manos.
Mientras regresaba a casa, me imaginé el rostro amable de una mujer, tal vez de ojos grandes y brillantes como los de Manel, pero a la vez muy tristes, y pensé:
¡Cuántas lágrimas derramadas por un dolor tan inmenso imposible de comprender!…
Manel tenía 48 años cuando murió, pero para aquella mujer su agonía comenzó cuando, apenas, Manel, cumplidos los 30, se perdió en la calle.
Un duelo abierto que nunca cicatrizó.
Quizás hoy, ¡por fin!, sus hermanos puedan cerrar el suyo, su duelo, y ese sentimiento de culpa, totalmente injustificado, que, sin buscarlo, lo han ido arrastrando desde el momento mismo en que Manel decidió vivir en la calle.
La verdad es que estas historias te calan en lo más profundo del corazón. Ver gente que esta en esas situaciones y que mueren es algo que duele mucho. A veces es inexplicable el porque hay personas que en un momento dado de su vida se vuelven invisibles o quieren serlo, pero, no es tan dificil comprenderlo. Creo que hay una linéa muy fina entre el mundo en que vivimos y ese otro mundo invisible pero real.
Gracias Enrique y un abrazo.
Marian
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La verdad es que cuesta dejar a estas personas que sigan con esa vida… Pero (todos los sabemos!) si ellos no están concienciados con que tienen que dejar la calle, de nada sirve que les hagamos reflexiones… Hablando con ellos te cuentan (o te das cuenta) de que no quieren normas, que quieren ser «libres» (y ellos la libertad la encuentran en la calle). Pero en medio de este «caos» es muy importante que sientan a alguien cercano a sus vidas (y creo que lo estais/estamos consiguiendo, al menos eso dicen en ellos en algunos momentos). Gracias por tus reflexiones… Un saludo desde Castellón.
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