Quienes me leen, podrían pensar que mis escritos no siempre son políticamente correctos, porque, dedicándome a lo que me dedico, podrían considerar que mis prioridades deberían estar puestas en todo aquello que directamente ayude a salir de la calle y de su precariedad y vida indigna a las personas con las que me encuentro.
Pero esto no siempre es así, pues mis escritos nacen, no tanto de los “éxitos” cosechados, como de la reflexión de lo que veo y de la interpretación que hago de la realidad cercana en la que me muevo: Las personas.
Hoy Puri y yo hemos ido a ver a Fernando en su nueva residencia, después de haber pasado más de dos meses en hospitales.
Fernando estaba en el vestíbulo, sentado en una de esas sillas que, unidas a otras, forman a modo de bancos como los que se suelen instalar en las salas de espera de los ambulatorios o de las estaciones de trenes, en donde, sentados, esperamos a que llegue el nuestro, el que nos ha de llevar a nuestro destino.
Fernando estaba… esperando…, pero su tren ya pasó…
Le costó reconocernos (la visión -pienso- cada vez va a peor), pero, cuando lo hizo, su semblante cambió y una sonrisa amplia se abrió para nosotros. Fue su regalo de bienvenida.
Pero sus ojos, no. Sus ojos siguieron tristes.
Me siento un privilegiado, un afortunado haciendo el trabajo que hago.
Como dice Miquel Juliá, desde la humildad del que apenas nada tiene que ofrecer, sólo el “estar”, el acompañar de forma activa, proponiendo nuevos caminos de esperanza. Pero, y sobre todo, ayudando a que las decisiones que el otro toma, le sean más llevaderas y se sienta lo más feliz que pueda en la vida que le ha tocado/quiere vivir. Esté yo de acuerdo o no, lo entienda o no lo entienda, comparta o no comparta sus razones.
A Fernando le han quitado su barba larga y blanca y con ella, tal vez, también se marchó su sonrisa…
Pero yo he visto a Fernando feliz, allí, cuando estaba en su banco.
Le he visto cómo brillaban sus ojos al aceptar el cigarrillo que le he ofrecido o cuando observaba cómo “su árbol” – el que está enfrente de su banco – se encendía en primavera y se apagaba lánguidamente en otoño.
Y también le he visto vibrar de orgullo al contarnos cómo aquel niño cada mañana se acercaba a su banco para ofrecerle su desayuno a espaldas de su madre. O cómo aquella joven, que cada noche compartía con él el bocadillo que alguien durante el día le había regalado, al final le hizo su confidente. O cuando guardaba comida a finales de mes para que alguien más pobre que él se la llevase al atardecer.
Es fácil, desde nuestra posición, establecer nuestras escalas de valores cuando no nos falta de nada.
Nos es fácil determinar qué es lo primero, cuando la identidad y el afecto los tenemos asegurados y apenas los valoramos por asumidos que están.
Pero hoy he visto a Fernando. Un Fernando sin identidad, sentado allí, en una sala de espera de un tren que perdió.
Soy un afortunado porque cada mañana acompaño, despojado de todo, a personas que me manifiestan su singularidad aun viviendo en la precariedad que le da la calle, su calle, su casa, su hogar…, “su castillo” del que él es su único dueño…
Y soy afortunado porque en la calle he descubierto lo importante que es -también para estas personas- poder conservar tu identidad y tu singularidad allí donde se esté: en la calle, en el Centre Obert, en la Llar, en el piso, en el hospital, en la residencia…, en el trabajo, en tu hogar…
He descubierto que el trabajo que Arrels nos ha encomendado, tanto a los profesionales como, y sobre todo, a los voluntarios, por encima de cubrir servicios puntuales -y a través de ellos-, es hacer que aquel que tenemos delante de nosotros sea el único de entre todos y que, a su vez, a cada uno de esos todos, les hagamos únicos de entre los demás.
De ahí la importancia de la atención, del hablar, del estar, de la escucha activa, del empujar sin doblegar, del afecto, de la comprensión. Del atender “sus” necesidades, sin interpretarlas bajo lo que para nosotros deberían ser sus necesidades.
Y no por esto pretendo obviar la realidad más allá de lo inmediato.
Y por eso denuncio y me rebelo contra un sistema que crea y provoca la exclusión.
Fernando no debería de estar en la calle, porque la calle no es lugar para que nadie viva.
Me duele tanta indignidad y tanto desprecio.
Me duele la indiferencia.
Me duele el sufrimiento de Fernando en el banco.
Me duele su precariedad.
Me duele una sociedad que expulsa sin compasión y luego culpabiliza.
No; la calle es dura y no la quiero y no puedo entender que haya alguien que la aguante.
Sin embargo hoy he visto a Fernando en su nueva residencia con habitación de dos camas, tres comidas diarias y profesionales estupendos que le atienden y están pendientes de él.
Pero Fernando, con sus ojos tristes, sin sonrisa, ha dejado de ser singular.
Ha perdido su identidad.
Ha dejado de ser feliz.
– Fernando, ¿cómo estás?
– Enrique, estoy bien, pero estoy triste.
Hola Enrique,
No dejo de leer siempre que puedo tus escritos. Hay una sabiduría entre líneas que no sabría expresar…
Sobre Juan necesitaba comentar alguna cosa.
Para mí, una cosa es estar triste y otra la tristeza; una cosa es estar contento o alegre y otra la felicidad. Las primeras son temporales, una situación. Las segundas es cuando las primeras se quedan pegadas como una segunda piel. Juan está triste, ha perdido “su castillo” y quizás también un poco “su libertad”, pero no su identidad.
Todos los cambios (para bien o para mal) trastornan en cierto modo nuestros cimientos y nuestra identidad. Adaptarnos a una nueva situación siempre es un reto. Pero si dispones del apoyo suficiente, sin duda alguna, lo conseguirás. Quizás Juan haya perdido al chaval que le traía los bocadillos o los vecinos que charlaban por las tardes con él, pero Juan (como cualquiera de nosotros) tiene la posibilidad de encontrar otra vez aquello que perdió. Tal vez no sea con las mismas personas, pero quizás encuentre unos nuevos vecinos con los que charlar o nuevos árboles para observar. Confio en que las personas tenemos la habilidad para adaptarnos a nuestro entorno, y quizás Juan todo lo que necesite sea alguien que le acompanye para encontrar algo parecido a aquello que perdió.
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Cojonudo.
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